jueves, 31 de julio de 2008

La Plata II, por Duar


Desde atrás del mostrador no atinaba a hacer nada; sólo salía para cumplir la mecánica rutina de conseguir, destapar, servir y cobrar. Espiaba, tímidamente, la figura del Señor Carlos G. -habitación 214, una twin- que se recortaba entre las tenues luces del bar del Hotel Diamante.

De tanto en tanto, Carlos sacaba la nariz del vaso y profería algún juicio terminante acerca de la vida o el futuro, y me aterrorizaba un poco.

Así me fui enterando. Estaba viviendo en el hotel desde algunos meses. Era mendocino y divorciado. Sus hijos –dos varones, adolescentes, allá en Cuyo- lo odiaban. Y él solo quería terminar con el trabajo de mierda que lo tenía preso a mil kilómetros de su casa, en una ciudad donde llueve para el derroche y crecen árboles en las macetas vacías.

-Tanta crueldad –decía- en Mendoza se vive ahorrando agua: hay que bañarse apurado, lavar mal el auto, regar pocas plantas y hacer milagros con los baldes para dejar presentable la vereda-.

-La vida es una mierda, pibe- me dijo, mientras rebotaba contra las paredes del pasillo que lo conducían a su celda.

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