Saliendo de la quinta, tomaron por la segunda calle de tierra hacia la izquierda. Por ahí avanzaron hasta toparse con un eucalipto solitario, y enfilaron hacia donde se veían unas chozas a medio construir o a medio desplomarse. Al llegar a ellas, según les habían dicho, se asomaría Roldán en el horizonte.
Al pecoso se lo veía especialmente preocupado, revisando a cada instante que los reflejos del can siguieran asegurándole la existencia.
-Va a estar bien...- lo tranquilizaba el chofer.
Y estuvo bien, hasta que no estuvo más. Los castigados caminos de la zona le jugaron una mala pasada al animal: cayó en un pozo demasiado profundo para sus patas amarretas y la pesada rueda del carruaje no lo perdonó. Entregó un agónico chillido, una mirada desesperanzada y salió disparado, desapareciendo para siempre entre las malezas de un terreno baldío.
Los muchachitos, en silencio, pegaron media vuelta, jurándose que jamás se mencionaría el asunto.

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