jueves, 27 de mayo de 2010

Embarcación, por Duar

Un día voy a contarles cómo fue que, una tarde de calor, con nueve añitos de edad y trepando por las barandas de la glorieta que hay o había en la plaza de Embarcación, Salta, a donde no he vuelto desde entonces, se me ocurrió que tal vez hacerme un moretón en la frente podía ser una buena idea y me decidí a cabecear el primer vértice que encontrara, con tanta mala suerte que terminé abriéndome la frente, ligando siete puntos de sutura, asustando a padres y abuelos y, lo más importante, despertando de la siesta al Doctor Velázquez que, miren si habrá sido bueno, me perdonó a cambio de que le comprara ciertos caramelos de frutilla o cereza a los que era especialmente afecto.

viernes, 21 de mayo de 2010

Sarandí, por Germán

Semáforo rojo en la esquina. Adelante, un auto nuevo recién lavado. Atrás, un camión brasileño ansioso por usarme de alfombra. Semáforo amarillo y verde. Avanzamos.
Al cruzar la trasversal comienza un cantero de cemento que separa mano y contramano. Mediacurva a la derecha y en el cantero ensanchado, las columnas. Por arriba, el viaducto de Sarandí sostiene el paso ruidoso de un tren rápido a La Plata. Y atravesando la curva y contracurva que da derecho al acceso sudeste, un cartel amarillo contrasta el gris terroso y el marrón renegrido del paisaje.
"Ayres de campo", reza el cartel. Si me lo contaran -conociendo el lugar- pensaría que se trata de una broma. Pero no, así es. Intrigado por su oferta detengo la marcha y estaciono en la esquina. Cuando abro la puerta del auto siento que la pestilencia misma invade mi nariz y se apodera súbitamente de mi respiración. En vivo y en directo, un primer plano del arroyo que hace llegar su inmundicia aún hasta los autos que pasan por la autopista Buenos Aires-La Plata a toda velocidad. Pero la curiosidad que me despierta el cartel puede más. Me pongo y bajo.
Ayres de campo es un pequeño local de embutidos y productos regionales. Su puerta parece el pasaporte a otra dimensión. Una vez adentro, la dueña me da la bienvenida.

- "¿A cuánto están los salamines?" -pregunto.
- "Tenés esta promoción, que incluye una sopresatta" -responde.

No sabía de qué me estaba hablando. Así que confesé mi ignoracia, y su respuesta fue la mejor. Zigzagueando desde atrás del mostrador con un cuchillo, se acercó a la ristra y cortó el último embutido. Sobre la mesa le sacó el hilo, lo peló por completo y, después de hacer varias rodajas, extendió la tablita y me convidó.
"Es una variedad del sur de Italia, lleva pimienta roja", completó. Su gesto sació mi apetito y me convenció. Terminé por comprar el combo.
Me fui satisfecho y contento, masticando la sopresatta como si fuera un antídoto para salir. Creo que aún no salgo del asombro de cómo en un lugar tan apestoso pude encontrar un localcito tan agradable y bien puesto. Quizás me haya conquistado la sorpresa, o el contraste de "ayres". Al fin y al cabo, dicen que nosotros, los posmodernos, así es como más nos deleitamos.

jueves, 4 de marzo de 2010

Buenos Aires, por Duar

En el fondo de un aséptico bar de renombre multinacional, un hombre compra almas.
Otros tres se dirigen a su encuentro, obnubilados –para qué negarlo– por esta pequeña Nueva York enclavada en la gran Buenos Aires. Envuelto en vahos de exóticos cafés traídos de todas partes del mundo y las impregnantes miasmas que desprenden hombres aborrecibles, el colector de almas hace una propuesta tan obscena como imposible de rechazar.
Uno de los visitantes no puede con su asco. Se echa atrás y, aturdido, busca los ojos de alguno sus cófrades para que lo sostengan. No los halla. Lo esquivan.
Han sido cooptados y lo acusan con la mirada: ¿qué es eso de querer cambiar el mundo –parecen inquirir– justo cuando comienza a abrirnos las puertas?

lunes, 1 de marzo de 2010

Purmamarca II, por Duar.

Los Viajeros se atreven a los juegos del carnaval. Animados por la cerveza, el calor y la invitación de unos changuitos que les arrojan harina, se hacen de una espuma por unos pesos y se lanzan a la acción. En pocos segundos se desata en derredor suyo una batalla campal: no menos de seis se les vienen encima e intentan desarmarlos por las malas; les es arrojada nieve, talco, papel picado y algún que otro golpe desde todos los flancos. Aturdidos, buscan con la mirada la ayuda de algún padre celoso que colabore. Nada encuentran: todo el pueblo está entregado a la cumbia y a la cerveza, a la fiesta en la calle. Los rostros, desencajados por la chicha e igualados por la harina, se esconden detrás de máscaras, banderas y estandartes. Los Viajeros están por las suyas. Intentan negociar un armisticio mediante la entrega de su única arma, pero los beligerantes no se conforman. Deben emprender la retirada, silenciosos y cabizbajos entre empujones y risas burlonas.

En ese instante el Viajero fuerza una sonrisa y comienza a saborear algunas ideas que masticará por días.