martes, 27 de enero de 2009

Santiago del Estero, por Duar


Necesito imperiosamente ver estrellas. Es una noche clara y fresca, cantan los grillos y croan las ranas. El viento mueve las copas de dos jóvenes y muy altos álamos que planté, hace varios años ya, en el fondo de casa. Es una noche bella, sin dudas, pero no alcanzo a ver estrellas. Me llamo a ser honesto: veo algunas. Varias. Muchas. Y escucho el ladrido de los perros a la distancia. Pero las luces de la ciudad se ríen del tenue brillo del firmamento, se creen omnipotentes y lo ocultan a los ojos de los insomnes como yo; ignoran que es como pretender eclipsar al sol con un dedo.

Pero quiero el cielo de una noche estrellada en Santiago. Allá no cuesta ni un poco ver el silencioso espectáculo del cosmos. Difícil es apreciar el telón oscuro que el cielo les ofrece de fondo. Y cuando aparece la luna y recorta además un paisaje de monte –la figura espinosa de los quebrachos– pierde uno la esperanza de encontrar otra noche como esa y se entrega a la triste rutina de extrañarla para siempre.

lunes, 26 de enero de 2009

Alemanía, por Duar

De inmediato percibió el viajero aquel remolino que se había armado en el centro de la ruta. Levantaba polvo añejo de los valles y bailaba al compás del golpeteo de las ramas de los sauces. Al viajero también le dieron ganas de bailar.

Dos lugareños que mataban el tiempo a la sombra de un horcón le advirtieron, jocosamente:

—Guarda Don, que ahí adentro anda el diablo. A veces se hace un tiempito y se escapa de Buenos Aires —y rieron, sin ganas.

El viajero quiso reír, tuvo el reflejo; pero se detuvo. Recordó las caras sucias y los cuerpitos raquíticos de los niños del pueblo viejo; mendigaban ropa, útiles o moneditas a los que transitábamos el camino. Reparó en los ranchos precarios, las vinchucas, el abandono…

Y se alejó, más amargado que asustado, del remolino, del diablo de Buenos Aires, responsable de todos los males de la tierra y de los valles.


Imagen: Cámara de Diputados de Salta, http://www.camdipsalta.gov.ar/INFSALTA/fotos/alemania1.jpg.

viernes, 23 de enero de 2009

Puna catamarqueña, por Duar.

Juntás dos de estas piedras y las golpeás entre si y hacen tin tin, como si fueran metálicas. Cuando se agrupan de a millones a ambos lados de la ruta forman una especie de espejo gigante, capaz de reflejar con precisión la caprichosa figura de los cerros. Sobre ellas no camina nada, más que las pesadas orugas de las topadoras y las empecinadas y maltratadas ruedas de nuestro auto, que ya nunca serán las mismas.

Se diría que en tal lejanía el aire es puro y fresco, por la altura, pero se concluye, por lo antes expuesto, que los metales de las piedras funcionan como captadores de energía y hacen al calor insoportable; el viento es fuerte y seco y re caliente. Se podría agregar, además, acaso temerariamente, que es imposible que al lado de la ruta correteen libres unos ñandúes, que qué van a comer en aquél páramo y que seguramente estamos delirando como cuando veíamos agua a lo lejos, esos espejismos.

Se sorprende uno en los primeros minutos de camino, se asombra aún más por la continuidad del paisaje hasta que, ya harto, cansado y hervido, pide por dios que se termine.
Sólo para bajar a un valle, reencontrarse con el agua y extrañar con desesperación aquél lugar que la más fantástica imaginación no habría podido dibujar jamás y que dejaba correr nuestros pensamientos tan libres, tan peligrosamente libres…

viernes, 2 de enero de 2009

Ignacio Correas, por Duar

A él estaban a punto de caparlo, sin más, mientras nosotros nos tomábamos todo el sol que el nuevo amanecer nos regalaba. De un lado del alambrado, el terror del bicho, acosado por el patrón y los peones a la caza de su virilidad. Del otro, nosotros, sentados en el todavía húmedo suelo de la chacra.
El ternero resistió todo lo que pudo; al final lo enlazaron y lo redujeron mediante una polea improvisada sobre uno de los postes del corral. Así lo fueron llevando hacia las cuerdas hasta dejarlo inmóvil y agitado, justo en frente de nosotros. Con sus últimas fuerzas, asomó la cabeza entre los hilos de alambre, abrió grande el morro y emitió un desesperado quejido, a apenas unos pasos de donde contemplábamos nerviosos, justo a la altura de nuestras cabezas.
Yo, impávido. Ella, morbosa, no pudo contener un comentario:
—Lengua a la vinagreta... —dijo, estirando las e, en clara actitud de entrega.