sábado, 31 de mayo de 2008

Baradero, por Duar.

Cuando vi los ojos de la señora-tanque a través de la persiana presentí lo peor. Todavía no había visto el camisón beige, tan parecido a una cortina de baño; ni su cuerpo redondo y voluminoso balancearse como un péndulo al compás del roce de las chinelas contra el gastado contrapiso del zaguán.

Yo tenía apenas 16 años y sostenía una mira alta, altísima y pesada; el sol que pegaba de frente, de lleno en los ojos, que mantenía fijos en la figura de mi viejo. Estaba desesperado, rogando que agitara su brazo haciéndome saber que ya había tomado lectura y me podía ir de ahí. Recordaba el río y sus destellos brillando sobre la ventana de la habitación del hotel, y su curso serpenteante, su playa de suave gramilla verde en un cálido atardecer de febrero.

Barrio pobre de Baradero, calle de tierra flanqueada por sauces y zanjas de aguas espumosas, sobrevoladas por mosquitos de engorde. Tres de la tarde, una hora para que abra la despensa y pueda comprar algo para echarme al gañete. Y la señora se acerca a paso lento y decidido. -¡Nene…! Nene, vos, decime una cosa: ¿para qué están midiendo? ¿Van a asfaltar? Asfaltan todas las calles menos la nuestra acá… ¿Cómo que no sabés? ¿Me estás tomando el pelo vos?

La voz, exactamente como la imaginaba: el timbre irritante de señora gritona, gorda y gritona y preguntona. Retumbaba en mi cabeza desde antes de oírla por primera vez, desde que alcancé a verla parpadeando ansiosa, mientras peleaba por acostumbrarse a la luz del sol que pegaba de lleno en su ventana, como pegaba en mi cejo fruncido.

Una mirada rápida a la señora-tanque y a su cortina de baño, y una mirada esperanzada a mi viejo. Una sonrisa aliviada.

-No sé señora, soy de La Plata, no se ni me importa…


Foto: www.baradero.com

jueves, 29 de mayo de 2008

Funes, por Juanito

Me topé por primera vez con lo crudo del capitalismo cuando mis abuelos decidieron vender nuestra casa de Funes. Porque en la escritura habrá figurado a nombre de mi nono, pero era nuestra, de toda la familia.

Años han pasado, pero mucho pende aún de Funes.

Funes son los mimos de mi abuela. Son las calles de tierra que rara vez sienten el pisoteo de un auto. Es tener que recorrer dos kilómetros con la única compañía de la vía del tren cada vez que se necesita algo del almacén del pueblo. Funes es aprender a andar en bici, quedarse despierto hasta tarde y hacerle goles a mi viejo, el mejor arquero del mundo.

El futuro llegó a Funes, despachando al tren, a las calles de tierra, a los dos kilómetros, al almacén.

Por mi lado, me quedan los mimos de mi abuela, y el fútbol con mi viejo, aunque ahora me cuesta mil veces más hacerle un gol, y eso que ha caído varios puestos en el ranking.

lunes, 26 de mayo de 2008

Alta Gracia, por Duar

Por Alta Gracia anduve en 2005. Fue cosa de horas, menos que un fin de semana, con la excusa de unas visitas y otros trámites que la tía abuela de Ju tenía que hacer por allá. Fueron 16 horas de viaje y cerca de 32 de estadía.

Cuando se me pasó esa emoción de bobo que me da cuando el camino sube y baja un poquito, reparé en lo que Alta Gracia me ofrecía: las montañas que asoman a su espalda y una incógnita: esa torre que, solita, da la hora desde la orilla de Tajamar. Desde la plaza, el sol juega a desparramar colores mientras se esconde detrás de la arquitectura magnífica que los Jesuitas le regalaron a la ciudad para que se escape a otro tiempo cada vez que se aburre del ruido del centro altagracense. Los Jesuitas dejaron además un dique en pleno centro y un obraje, antecedente histórico de los talleres textiles que hoy en día explotan bolivianos en el Once.

Alta Gracia dejó para mí apenas una noche; un paseo y el juego favorito de los enamorados: un ratito abrazado a su cintura en el banco de una plaza, a la luz de un farol que nos espantaba el ganado miedo a la oscuridad.

viernes, 23 de mayo de 2008

Rosario, por Juanito

Al menos un hombre lloró esta mañana en Rosario: se llama Daniel, es medio petiso y vive en la calle.

El frío matinal se reflejaba perfecto en un charco de agua acumulada en la bocacalle de la esquina de Rioja y Alvear.

Quizá lloraba porque llovía, y se mojaba; talvez a pesar de ello.

Me paré a esperar el 102, el mismo desvencijado e impuntual que cada día me lleva al trabajo.

- ¿Tiene hora, señor?- me preguntó.

Puede que llorase por el pasado, pero no podría descartar que fuera por el futuro, o el presente.

- Las seis y media- respondí levantando un poco la voz para hacerme escuchar entre el murmullo de una ciudad que empezaba a moverse.

- Muchas gracias.

Sacó una hoja de papel prolijamente doblada del bolsillo, y lo poco que quedaba de un lápiz. Se secó una lágrima con la manga de su saco, y comenzó a escribir:

“Cómo te extraño, María…”

No pude ver como seguía, había llegado mi colectivo.

Chascomús, por Duar.

El paseo por Chascomús tiene sólo un par de citas obligadas; el resto es para echarse panza arriba. Es así nomás: hay que pasar por la Plaza; que tiene la Catedral, el Teatro y la casa de los Alfonsín. A lo sumo la vieja estación o la iglesia de los negros.

Chascomús, cuna de orgullosos federales. Los Libres del Sur muestran sus tradiciones y su argentinidad a flor de piel en cada esquina: el nombre de sus calles ilustra el progresismo de la generación del 80 y su adoquinado guarda ecos de antiguos carruajes que descansan en el Museo Pampeano.

El aire familiar, entrador y picarón de los cincuentones que se saludan en cada esquina tiene su institución en El Reino de la Amistad: un chascarrillo que se transformó en fiesta de la ciudad, de la mano de los parroquianos de un viejo bar.

Chascomús, tierra fértil de la Pampa, guardó en su cálido humus la semilla de mi media naranja: así llegué un una tarde de sol, para hacer esas tres o cuatro cositas: la plaza, los museos, Alfonsín… y disfrutar de un atardecer peronista tomando mate en la Laguna.