martes, 30 de septiembre de 2008

El Shincal de Quimivil, por Duar

Dicen que fue una ciudad, una importante además. Todavía es. Queda a pocos kilómetros de la Londres catamarqueña: San Juan Bautista de la Ribera de Londres, Catamarca, de verdad. La desenterraron unos arqueólogos que, además de dejarla linda para que la visiten los viajeros, cuentan su historia, que es como las que les gustan a los intrépidos.

Que por la aukaipata pedregosa del Shincal se pasean a diario sombras de ausencia. En los días buenos, flotan recuerdos orgullosos de un esplendor lejano. También tienen sus días tristes: entonces los lamentos que exhalan marchitan los sunchos que se desparraman por el valle y llenan de escalofríos a quienes por ahí transitan.

El río corre como entonces, por épocas, y lleva en su cauce lágrimas y metales pesados, secuelas de la derrota histórica. La de Juan Chelemín, ahorcado y descuartizado en plena plaza. La de las minas de cielo abierto que exprimen a Catamarca su mineral más precioso, que no es el oro sino el agua.

Foto: vano de una kallanka del Shincal, perteneciente a licor de mandarina, en flickr.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Casilda, por Juanito

El tipo llegó a Casilda y se adueñó. Caminó sus calles, agotó sus vinos, saboreó sus carnes, entonó sus chamamés, injurió a sus mujeres. Despertó más odios que amores, y esa noche recurre a su conciencia como emblema de un oscuro pasado.

Aun hoy en las peñas evocan aquella en la que terminó ciego, transportado, bajo el eje delantero de un Falcon verde. Los resabios de su dolor todavía infectan la vera de la ruta, los pasillos de la Facultad de Veterinaria y la ética ciudadana. Recuerda y llora. Recuerda y muere.

Despertó en la Terminal, despojado de memoria y -por carácter transitivo- de humanidad. Atravesado por una intensa dualidad existencial, apretó con fuerza el boleto que algún bueno había metido en el bolsillo de su pantalón, tragó saliva y dispuso, una vez más, su regreso.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Purmamarca, por Duar

Juan, el Negro, viajó todo el camino hacia la Quebrada doblado y acurrucado en el fondo del asiento del viejo renault 12. Descompuesto del todo, un poco por el desayuno a las apuradas –un vaso de leche fría y dos galletitas dulces- y otro tanto por la altura y la sinuosidad de la ruta 9, que se abre paso por la yunga salto-jujeña, entre la densísima vegetación que todo lo cubre, las curvas imposibles del camino y los metros que asciende raudamente, casi sin darle tiempo a uno –y mucho menos al pobre Negro– de aclimatarse. Aquí el inventario de los síntomas: primero se le taparon los oídos y le bajó la presión, y más tarde su estómago decidió, unilateralmente, que todo lo que había bajado subiera.

Así llegó a San Salvador de Jujuy, donde la parada de reaprovisionamiento le permitió aclimatarse un poco y echar algo al gañete, y así emprendió el camino a Purmamarca del todo recompuesto. A partir de entonces, su estado de ánimo le permitió disfrutar de los paisajes de mil colores y el milagroso tránsito de la vegetación extrema –plantas que crecen sobre otras plantas– a la aridez de la prepuna.

Cuando llegamos al mirador de los siete colores, bajó entusiasmadísimo a sacar una foto al famoso cerro. Ahí se topó con la vieja de la caja que, entre copla y copla, le exigió unas monedas en concepto de redistribución forzosa de la riqueza:

—Dale porteñito —le dijo, insistente, mientras se colaba en todas las fotos —a vos las monedas te sobran y podrías dejarme un poquito a mí.

martes, 23 de septiembre de 2008

La Rioja, por Duar

Hay ciudades que merecen mejor suerte, digo yo. Me parece una cosa rejodida, una total injusticia, lo que le pasa a La Rioja, que es tan linda, tan colonial, tan roja; la recuerdo toda en color terracota, con sus calles estrechas y las otras calles de tierra que van a dar al canal.

Es un atropello lo que se comete con La Rioja: no conozco a nadie que vaya de vacaciones o planee mudarse por esos pagos, ni siquiera para andar cerca de la maravilla de Talampaya, o Corona del Inca, que quedan en la misma provincia al menos. No, hasta para ir a Talampaya paran en San Juan, que suena más pujante, más a Cuyo y menos a Noroeste, qué se yo.

Lástima que no conozco a nadie en La Rioja, como para tener donde parar, tomar una siestita o una cerveza, esperar una brisita o tostarme al sol; no conozco a nadie y siempre la tengo que ver de pasada: atravesar el arco de entrada a la ciudad, dar una vueltita a la plaza y buscarlo a Menem por todos lados, para fajarlo o para preguntarle por qué nos jodió tanto y por qué, encima de todo, le dio esa mala fama, pobrecita La Rioja, que siempre fue chiquita y pobre pero digna.

domingo, 21 de septiembre de 2008

La Cumbrecita, por Juanito

Dirán que se trata de un asentamiento de inmigrantes alemanes, pero fui yo quien inventó La Cumbrecita.

Fue mi presencia la que levantó sierras de colores, arroyos transparentes y peces parlantes. Mi percepción construyó caminos fantasma, pendientes abismales y cascadas murmurantes. Mis ojos le dieron entidad a los más maravillosos arco iris que se hayan formado en cualquier rincón del mundo, y el rozar de mis dedos dotó de suavidad a pinos de cien metros de altura que esconden castillos y cuevas profundísimas, protectoras de tesoros invaluables y dragones tricéfalos.

Mis sueños dibujaron caballos gigantezcos y gente feliz.

Fue sí la naturaleza la que, celosa de mi creación, nos mandó una tormenta de granizo cuando andábamos de caminata allá por La Olla, a varios kilómetros del hotel. Mi hermanita me miraba y rogaba: -Hacé aparecer una tapera.

Mapa: Marcelo Lancellotta y Diego Vidal

miércoles, 17 de septiembre de 2008

San Miguel de Tucumán, por Juanito

De San Miguel conozco, básicamente, su infraestructura en materia de transporte. Apenas descendí en la estación de trenes me subí a un colectivo de línea que me depositó en la Terminal de Ómnibus. Una vez ahí, una lluvia despiadada me cerró las puertas de la ciudad, condenándome a ocho horas de espera en el lugar, hasta la partida del micro hacia Tilcara.

Sede de la primera de las que serían miles de escobas de quince que casi siempre ganó Ignacio y de unos espectaculares mates con el inconfundible sello del amigo Frosty, la Terminal de San Miguel fue, además, testigo de la redacción de los renglones que encabezan el diario del viaje, relato de ruta.

Largamos. No sé con certeza a dónde estoy yendo. Cuando a punto estamos de atravesar una villa miseria, saliendo de Rosario, la voz del tren ofrece una idea: “Por favor, señores pasajeros, cierren las ventanillas”. Por cierto, Fa, ya te extraño.

martes, 16 de septiembre de 2008

Merlo, por Duar

Durante muchos años la seguiremos llamando “La cerveza perfecta”.

El sol se iba con el día, para el oeste del valle de Conlara. Bajábamos por la empinada Avenida del Sol en bicicletas de alquiler que venían sin freno, sin cambios y sin horquilla. Para festejar el suceso de la no-muerte y el milagro del no-accidente, paramos en un bar que prometía un atardecer de antología. Más que un bar, parecía un concesionario de autos: una construcción moderna, de paredes de vidrio y columnas de acero que se elevaban varios metros por encima de nuestras cabezas; una bajada en escaleras hasta la calle y en cada descanso lo esencial: mesita, sillita y sombrillita de Quilmes. Nos dejamos vencer por la tentación y abandonamos la insana idea de bajar unos kilitos por una mucho más atractiva: aumentarlos.

Así fue como nos pusimos en manos del mozo-mago-dios que destapó el elixir con un movimiento de samurai y lo vertió en sendos vasos de tragos largos, escarchados e impolutos, sin derramar una gota, en las proporciones indicadas de espuma y líquido que lo hacían irresistible a la vista.

Coronó su actuación con un acto de vanidad: dos centímetros y medio de burbujeo para mí y unos palitos salados que eran una delicia.

La cerveza perfecta, y nada más que agregar.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Rosario II, por Juanito

¿Cuál es el sentido de arreglarlo?, si en una semana, dos a lo sumo, con la próxima tormenta, volverá a estar como ahora, sino peor..., reflexiona el burócrata, de mal día, desde la ventana de la oficina.

El maquinista no entiende razones y sigue trabajando, dale que te dale con su pala mecánica, y su tronar insulta a todo el barrio.

¿Qué estarán haciendo estos?, se pregunta el pescador urbano que, a falta de metálico, le arranca sus vituallas a la desembocadura del arroyo Ludueña.

El tiempo no parece funcionar en Zona Norte. Todo es presente, pasado y futuro, un remolino indescifrable de coordenadas difusas y cansancio y políticas a la vez antiguas y novedosas.

¿Cuál es el sentido, entonces?, reflexiona el burócrata, si en una semana, o un mes a lo sumo, con la próxima tormenta, volverá a estar como ahora, sino peor...

viernes, 12 de septiembre de 2008

Puerto Madryn, por Duar


Ser un completo extraño en una ciudad completamente extraña para uno. Dijo el Intrépido a Madryn: “mucho gusto, con tu permiso” y se dedicó a caminarla a lo largo de toda la tarde. Charlaron los dos, en un día muy soleado para la playa y demasiado ventoso para la sombra. Le leyó un poco de Argumedo y le convidó a Bunbury desde el mp3. Puerto Madryn, por su parte, le regaló paisajes de aguas claras y tranquilas y una vista de la ciudad desde mar adentro, desde el fondo del puerto.

Las aguas de Madryn son mansas y claras porque las ataja el Golfo Nuevo. En esa calma reposan las ballenas francas durante medio año, dedicadas al amor y al jugueteo y al jugueteo del amor entre los botes de alquiler y los lujosos transatlánticos.

La vista de la ciudad desde el agua y las ballenas son todo lo que el turista quiso ver. El intrépido se aventuró más allá: quiso e intentó averiguar, infructuosamente, qué se escondía detrás de las casas grises, más allá de la costanera. Tragó mucha arena antes de resolver el enigma.

Encontró la respuesta en los obreros y las doncellas que respectivamente construyen y atienden los hoteles de la ciudad. De ellos anotó en su cuaderno: “Vienen de muy lejos, muy al norte. Llevan años trabajando acá. Jamás vieron una ballena”.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Fighiera, por Juanito

Muchas motos y más bicicletas merodeaban incesantes alrededor de la plaza de Fighiera, que como sucede en cada pueblo argentino, está cercada por la Municipalidad, la escuela y la capilla.

Una Navidad más ahí, pero es la última que voy a misa, advertí. Los venticuatro-de-diciembre funcionaban como el último y delgado hilo que me ligaba a la Iglesia. El próximo pasaría directo a la cena familiar, sin simulacro religioso mediante.

Más o menos lo de siempre: todos felices, todos sonrientes, todos amigos. Como si nadie tuviese la culpa de nada, diría Mafalda.

Diferente era el cura: jovencito, mirada profunda, barba descuidada. Recién llegado desde vaya a saber uno dónde, le tocaba la complicada misión de reemplazar a un párroco cuyo discurso había conformado durante años la conciencia de la feligresía.

En el templo, un nervioso murmullo evidenciaba la lógica expectativa que devino de la novedad. Pero de arranque se anularía toda posibilidad de idilio: a la hora del sermón tuvo el atrevimiento de denunciar las desigualdades sociales del país, en un día que debería ser pura alegría, rezongaron escandalizadas las señoras.

jueves, 4 de septiembre de 2008

La Plata III, por Duar

Yo la esperaba media hora antes y por la dirección contraria. La imaginaba más serena y menos mágica. Llegó en bici y empezó a robarme con tres o cuatro frases entre matadoras y malsanas: -¿con vos me tenía que encontrar?– de que te la das pendeja; -odio a la gente que no viste en composé– y qué carajo significará composé; y la lista de regalos de sus tías y abuelas para la navidad que se venía, en dos o tres días nomás: unas bombachas y unos jabones, y qué le vas a hacer, ya fue, no porque sean grandes sino porque siempre fueron y serán canutas.

Por suerte yo estaba todo de celeste y la tardecita de verano me había caído de mil maravillas, así que me tomé esa serie de espontáneas confesiones lo más mansamente posible.

Ella se cuenta el cuento de que es tremendamente irresistible o increíblemente perseverante y que lo primero que pensó fue en presentarme a una amiga; se ríe de si misma y de todo lo que pasó esa tarde y todas las que le siguieron. Yo no le discuto demasiado esas explicaciones, por más inverosímiles que suenen.

Pero tengo mi versión:

Cuando ella se acercó a la Placita y se bajó de la bici, las flores del paraíso, desparramadas en el suelo, me contaron una historia.