martes, 8 de febrero de 2011

Un lugar que no se puede revelar, por Duar

Se dio cuenta de que sudaba cuando le estrechó la mano. Percibió sus nervios: las comisuras tensas, los ojos inquietos, las dudas al hablar. Intentó tranquilizarlo, vengo en paz, le dijo, y le dio una palmada. En ese momento reencontraron las miradas, pero la desconfianza persistió. Se sentaron enfrentados y compartieron unas ideas -habló; hizo esa concesión y fue inútil-, mientras se disparaban flashes que las personas que iban y venían por la vereda nunca notaban. A poco de concluir ese cruce de monólogos, encontró el origen de la turbación: un tercer hombre que, apoyado en el marco de la puerta, contaba billetes y les clavaba una pesada mirada por encima de los anteojos.