viernes, 31 de octubre de 2008

Timbúes, por Juanito

Sobran testigos de su entusiasmo previo. Lo disfrutó de antemano. Cada prenda o utensillo que guardaba en el bolso lo transportaba apresurado al goce que le proporcionarían dos días al aire libre.

Esa semana no habló de otra cosa que no tenga que ver con el camping. Proyectó perfectos amaneceres de pesca en las feroces aguas del Carcarañá, gloriosas tardes de fútbol, inolvidables noches de cervezas y mujeres y más cervezas.

Pero Timbúes le dio vuelta la cara: le entregó canchas en pendiente y que la barranca está peligrosa para andar pescando y duchas en reparación; y si querés compartir una copa con alguna dama, a ver si podés metido entre dos millones y medio de mosquitos por metro cúbico y una tormenta de ascendencia tropical. ¡Ah! Me olvidaba: tu carpa está inundada, por no decir que la crecida del río la pasó por encima.

No aguantó ni veinticuatro horas. Entre dolido y resignado, sucio, empapado y sin dormir, juntó sus cosas como pudo y dejó tallado con una llave en cada árbol del lugar: “No vengo nunca más”.

lunes, 20 de octubre de 2008

San Martín de los Andes, por Duar

Le contaron de grandecito que no tenía nada de nueva su actitud frente a la vida. Que de chiquito nomás había sido exactamente igual, que no era de extrañar que las cosas se fueran dando como se vienen dando.
Que en viaje a San Martín de los Andes dijo su primera palabra, que no fue mamá ni papá sino vaca, más precisamente “muvác”.

Que en plena estadía se fugó sigilosamente de la vigilancia de sus papás y apareció correteando entre las vacas que acababan de liberar de un corral. Tranquilo y chocho él, nerviosas ellas, que pesaban lo suficiente como para enterrarlo en dos patadas y levantaban polvo como para taparlo en el acto.

Que conoció las laderas de las montañas y no cedió ante el instinto de mantener equilibrado el centro de gravedad de su pequeño cuerpo, al contrario: apretó fuerte las cejas y peleó con la oblicuidad del pedemonte hasta que lo retiraron achichonado.

Y de todo eso se desprende, lógicamente, que es un tremendo terco y que no va a dejar de comer carne de vaca por más que le digan que tiene el colesterol por las nubes y que los pobres animalitos sufren cuando los sacan del verde prado para servirlos en su mesa. Se veía venir, desde aquella vuelta en San Martín de los Andes…

lunes, 13 de octubre de 2008

Ciudad del Milagro, por Duar

Uno, dos, tres, cuatro…

Almita’i Pollo, menudito, escuálido, morocho y pícaro, se esconde tras los ligustros del viejo Sosa, justo debajo de un pino. Mientras todos procuran escondites rebuscados para perdurar en el juego, Almita elige uno a tiro de donde cuento yo…

Veintisiete –tomo aire–, veintiocho, veintinueve –al treinta casi que lo cuento mientras respiro por la boca, agitado.

El plan, en sí, no es malo. Sabe que voy a salir a buscar a los chicos que rajaron calle abajo; me vio que los espiaba y que no lo vi a él.

Cuarenta y uno, cuarenta y dos –estoy pensando que May se debe haber escondido atrás de los cajones de la verdulería, y la boba de Tania no puede andar muy lejos, si son casi siamesas–, cuarenta y tres…

Almita’i Pollo escucha un chillido que viene de arriba del árbol, justo cuando yo termino de contar. Me doy vuelta y al primero que veo es a él, que viene lívido, con la mirada perdida, como un zombi. Lo pico, cagaste Almita; no parece importarle. Me esquiva a paso cortito, arrastra los pies, y entra su casa sin decir palabra. De la sorpresa, no atino a preguntarle qué le pasa. Los demás también lo ven y salen uno a uno de sus escondites. Quique se va detrás de él y le pregunta qué le pasó, y algo le responde, no se qué, es secreto. Nos vamos todos a dormir, asustados.

Al otro día, el colchón de Almita se orea en el jardincito del frente de su casa. Se meó como un bebé, porque dice que lo chistó una lechuza y que se va a morir, porque así es nomás, cuando un bicho de esos te llama de noche.

sábado, 11 de octubre de 2008

Tilcara, por Juanito

Estimado Gustavo:

Creo que no hace falta mencionar lo maravillosa que ha resultado la jornada de hoy. La caminata que en un principio miramos de reojo por el frío y lo temprano, nos pagó con creces: los silencios vencieron a la incansable pendiente; los colores condenaron al olvido a la falta de aire. Y si bien no llegamos a la Garganta del Diablo, la fiesta que nos retuvo en la quebrada quedará por siempre tatuada en mi memoria.

Cuando éste, mi viaje, apenas comenzaba a ser esbozado un año atrás en el agobiante calor rosarino, quienes habían tenido la experiencia de un recorrido similar me anticiparon que -más allá de los paisajes y la historia y el descanso- el Norte me iba a regalar amigos, compañeros, compadres.

Y déjame decirte que no se equivocaban, y que tú eres la viva y fresca prueba de ello. Son cosas que se notan, ¿vio? Uno percibe cuándo un abrazo es auténtico o mera pose para la foto; uno se da cuenta cuándo la oferta del último trozo de sandwich es etiqueta y cuándo comunidad.

Pero si hubo un momento en que manifestaste tu intención de eterna y sincera hermandad -que mediante la presente declaro acepto honrado- fue cuando anoche, entre cervezas y rockanrolles, con apenas algunas horas de convivencia en "El Andariego", me enseñaste las fotos de tu prometida posando desnuda, para que vea lo hermosa que era.

Un afectuoso saludo, y la mejor de las suertes en tu camino.


martes, 7 de octubre de 2008

Cachi, por Duar

Cuando la gente anda por los valles tiene la mala costumbre de querer llevarse algo. Algo, alguito, una piedrita o un cáctus, o puntas de flecha, o un pedazo de alfarería, una vasija rota de las que se ven a simple vista desparramadas por el suelo. Al viajero le pasaba lo mismo, desde que era chiquito, viajerito. Le encontró la vuelta de grande: cierta vez, a pocas horas de abandonar Cachi, entrado en un estado de desesperanza y desesperación, decidió que se iba a llevar algunas historias. Así que se cruzó toda la plaza, pasó por delante de los puestos de artesanías, la oficina de turismo, y rumbeó a la Iglesia y al Museo, grabador en mano.

Como todavía no era intrépido –estaba a medio cocinar–, necesitó de un impulso final para animarse a tocar la puerta del Padre Alfredo y preguntarle quién sabe qué cosas. Se lo dio ella, que siempre está a su lado –a veces uno o dos pasos adelante–, y juntos completaron la transformación.

Así nació el intrépido y, junto a él, su aversión por las historias perdidas, que gusta de rescatar del olvido con lo que tenga más a mano: anotador, grabador, ojos, oídos…

sábado, 4 de octubre de 2008

La Quiaca, por Juanito

¿Y por qué no usan animales?
Porque se quejarían.
¿Del peso?
No, del jornal.


Difícil fue para el viajero no ser turista, aunque él sostenga lo contrario. Se le complicó dejar el lugar de observador curioso, analítico, explorador de razones y estructuras. ¿Se puede decir que de tanta búsqueda de la realidad, no la vivió?

Tampoco es para exagerar, en ocasiones sí lo hizo, vaya si lo hizo. Pero no pudo, por ejemplo, en La Quiaca: mientras hacía sellar su pasaporte, estudiaba asombrado -hasta tomó una fotografía- cómo los tipos -y las tipas y los tipitos- andaban a las corridas de un lado a otro de la frontera, encorvados, cargando robustos bolsones que bien podrían haber sido verduras frescas o historia latinoamericana.

Le costó entender que eso no era sólo La Quiaca y el colla y la frontera. Con el tiempo pensaría que eso es el mundo, que La Quiaca es todos lados. Llegaría a considerar que La Quiaca es él mismo, su escenario, los amigos y los no tanto. Todo junto, quizás llevado al absurdo, o ni siquiera.


viernes, 3 de octubre de 2008

San Antonio Oeste, por Duar


Me es difícil dejar de pensar que San Antonio Oeste es un cementerio gigante, una ciudad-cementerio, una necrópolis. Ni las fotos de la Secretaría de Turismo, imágenes de playas tranquilas y soleadas, llenas de chicos chapoteando en el agua, pueden borrar recuerdos...

… de calles polvorientas y casas de madera y de chapa, con sus paredes descascaradas, siempre viejas y humildes; y todo el marco gris que el cielo, el suelo y el agua formaban aquella vez que anduve por allá.

… del playón de la estación, el cementerio de trenes. Donde se acumulan como juguetes viejos, como si se hubieran arrastrado hasta allí para dejarse morir, formaciones completas de todas las épocas: vagones de madera, livianos y llenos de agujeros, y de acero, pesados y oxidados, como atacados todos por la misma viruela.

Cómo será de fulera la cosa, que hasta en el acceso a la ciudad, sobre la ruta 3, hay expuesto, a modo de advertencia, un coche destruido: a ver si te avivás, gil, que si no andás con cuidado por la ruta vas a terminar en San Antonio Oeste, como todo lo que termina acá.