viernes, 27 de marzo de 2009

La Quiaca, por Duar


¿Todo bien jefecito? ¿Así que anduvo por la Puna? Qué gente sacrificada esa… Vivir tan lejos de todo, con esos caminos imposibles, es difícil, ¿eh? Uno llega y se pone a mirar y dice que sí, que es todo hermoso, que podría vivir allí por siempre y que no le importaría el frío que cala los huesos ni el calor que asa la carne; pero la verdad es que al ratito nomás empieza a costar.

Ya marcha otra cerveza, jefe ¿No le gusta el morrón? Quizás le encuentre un gusto raro a la pizza, está hecha con quesillo de cabra, cabras del lugar. Y las milanesas de llama de anoche, ¿cómo estuvieron? Bueno, a esas las traen de ahicito, habrá visto la cantidad de animales que hay. Crían las llamas y las vicuñitas, ahora que se pueden comerciar; vale cualquier plata esa lana.

¿Y llegó bien? ¿No se le complicó con las lluvias? Llovió en toda la Puna y los caminos deben estar imposibles, pero claro, ustedes van en la camioneta. Seguro que creían que la Puna era sequísima y que se iban a cansar de tragar tierra. La gente no conoce… ¿y sabe por qué los que viven allá se quedan, a pesar de todas las penurias? Están haciendo patria, pues.
¿Otra porción, jefe?

sábado, 7 de marzo de 2009

Purmamarca, por Duar

Dos diablos vinieron hacia él con el paso apurado por el alcohol y la calle en bajada. Lo interpelaron jocosamente, qué pasa amigo, los mandó a volar.

Unas viejas que chayaban se acercaron para echarle harina en la cara, alegres de aloja y carnaval; las sacó carpiendo.

Unos changos que guitarreaban en un zaguán, con un pie apoyado en la silla y la guitarra descansando en la rodilla, entonados en más de un sentido, lo invitaron al convite. Desistió, rudamente.

Una chinita de mirada pícara, menos tímida que de costumbre, le dijo algo al pasar. Algo en lo que no reparó en absoluto.

Y cuando se armó la ronda en la fuente de la plaza y los más chicos salpicaron a los danzantes con agua y papel picado y las comparsas agitaron banderas y estandartes en derredor, todo fue jolgorio. Y él se arrepintió de por vida de haberlo visto desde el hermetismo y la asepsia del cascarón de sus miedos.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Iruya, por Germán


Un paisaje singular, donde la hidalguía y bronce se aúnan templados por el sol distante. Fortaleza esbelta en la ladera de la montaña. Estandarte orgulloso de los primeros pobladores que, deslumbrados por tanta belleza, decidieron culminar allí su marcha existencial.

Parece que describiera a Gondor, la ciudad dorada de los “Dunadain” (traducción de ‘hombres del oeste’, en una lengua ficticia) que J. R. R. Tolkien delineó en su mitología. Si no supiera que aquel escritor era sudafricano, diría que se inspiró en Iruya para crear la Torre Blanca.

Y ahí estábamos parados, recién llegados, contemplando el silencio, escuchando los colores, y buscando cómo volver... Las chicas que nos acompañaban tenían que volver esa misma tarde para no perder un pasaje a Uyuni y no había más lugar en los micros de la vuelta.

Después de almorzar y un breve recorrido por el villorio, nos subimos a la caja de la F100 que nos haría la gauchada para que las chicas "no perdieran el viaje". Salticando en la camioneta al ritmo de las piedras y con el viento frío en la cara me pregunté si, de todas maneras, podían darlo por ganado.

lunes, 2 de marzo de 2009

San Antonio de los Cobres, por Duar

Como si fuera parte de un odioso y desesperado rito que busca conjurar el tedio de las siestas, los chicos de San Antonio tienen por costumbre abordar a cuanto turista ven bajar del auto, atolondrado por los efectos de la Puna, en la estación de servicio o la hostería del pueblo.
El viajero conoce de memoria este ritual, y se entrega a él encantado.
—Galletitas —pide ella y pone su mejor cara de angelito: los ojitos achinados y sonrisa de dientes blanquísimos, ancha debajo de los pómulos.
—Recién le regalé un paquete a tu hermano, ¿no te convidó?, ¿dónde está? Traelo que lo hacemos cagar.
—No me ha dado, es malito —y otra vez pone esa carita de ji-ji-ji, esa risa deliciosa que suena como un cascabel.
¿Y qué otra cosa puede hacer uno –se pregunta el viajero–, más que darle las galletas, la coca y algunos caramelos? Únicamente pedirle que no sea mala, que le convide a su hermano o la va a tener que levantar por los talones y ponerla boca abajo hasta que devuelva todo lo entregado.

martes, 24 de febrero de 2009

El Rodeo, por Duar


El viajero se topa con Chica en Bici mientras baja desde La Poma a toda velocidad. La ve darse un golpazo en medio de la ruta y salvar su vida de milagro, arriba de una bicicleta sin frenos. Le hace un lugar en el asiento del auto y la acerca a su casa, en El Rodeo, valle abajo. Durante todo el viaje, intercambian experiencias y opiniones: le pregunta cómo es vivir en los Valles y le cuenta como es vivir en la ciudad. Como es natural, los dos eligen enumerar los tragos más amargos de sus respectivas existencias y ponderan el día a día del otro.

El proceso tiene su explicación: quince minutos de charla les alcanzaron para separar la cosa de objeto y centrarse en este último. Catalogarlo. Estereotiparlo. Idealizarlo. Inquirirle en base a eso. Adivinar sus respuestas. Repreguntar. Los dos. Casi sin respiro, como un tiroteo.

Al final del viaje, descienden del vehículo y se despiden para siempre. El viajero, de vuelta en el auto, mastica un carajo.

—No le pregunté el nombre —se lamenta, y se lamentará por siempre.

lunes, 9 de febrero de 2009

La Banda, por Juanito

Postal de Santiago, la estación envuelta en sol. El olor a siesta. El paisano que visita su pago ya presto a regresar al exilio que la pragmática impone.

La señora me cuenta que es enviada de Dios. Que a través Suyo presiente el futuro. Una madrugada previó en sueños que su hijo iba a morir en un accidente, y así fue nomás. Otra vez se enteró antes que el médico que su cuñado había enfermado. Cáncer de páncreas, el diagnóstico.

El tren se detiene y ella baja presurosa en búsqueda del saludo de los suyos. De los que quedan. De quienes Dios aun no ha dado noticias. Ni tomado nota.

jueves, 5 de febrero de 2009

Dainzú, por José Elías Bautista Rosete


Ligera, como la fruta ausente en sus colinas, la ciudad se oculta vanamente. Nada penetra más que la mirada de los hombres modernos, ellos nombraron diferente al territorio: Dainzú. Una visión fantasma impulsa el grito del ancestro, que invita, furibundo, a retirarse, ya han saqueado demasiado sus dominios. Llorará mientras camina en el silencio de sus pasos, penando inútilmente por el valle, al reparar en que su fuerza ya se ha ido.

El pasado se manifiesta todavía, a manera de bálsamo sanguíneo, que se mezcla con la humedad de las piedras. Sólo las constelaciones saben su nombre verdadero, secreto guardado en las vasijas sumergidas en la arena.

Caminar a tientas, no de noche sino en vacío. Recuerdo a los amigos durante el trayecto. Las estaciones y los años no menguaron estos rumbos. Es seductora la corriente que conserva limpio aquel paisaje.

Numerosas espinas se revelan cautivas en la tela: mis pantalones están heridos de una dúctil concurrencia. La vereda intenta dejarme alguna huella, negándose a quedar en el olvido. Indago la textura de los pastos, peregrino soy en estos vericuetos del estadio. Aún se conservan los sonidos de un conjunto de caderas, que se rompen al herirse, voluntarias, por la fuerza de una bala monolítica: el juego de la muerte, el juego de pelota.

Es un espectáculo que crece en la memoria, como la postal que se olvida en la guantera.

lunes, 2 de febrero de 2009

Mar del Plata II, por Juanito

Caminamos unas pocas cuadras de ranchos y descampados, grito de realidad entre esos dos mundos inciertos que resultan Bosque y Mar. Andamos ese equívoco sendero de silencios, inquietudes, caricias y -por qué no- alguna chanza, inventando un espacio de palabras a veces suaves, a veces pícaras y escurridizas, que jamás resignarán vigencia.

En eso le -y me- pregunto cómo puede ser que le guste ese olor a mezcla de pescado podrido y azufre. Me entrega una mirada que es en sí misma una razón. De todos modos, agrega: Me recuerda que estoy lejos de casa.

martes, 27 de enero de 2009

Santiago del Estero, por Duar


Necesito imperiosamente ver estrellas. Es una noche clara y fresca, cantan los grillos y croan las ranas. El viento mueve las copas de dos jóvenes y muy altos álamos que planté, hace varios años ya, en el fondo de casa. Es una noche bella, sin dudas, pero no alcanzo a ver estrellas. Me llamo a ser honesto: veo algunas. Varias. Muchas. Y escucho el ladrido de los perros a la distancia. Pero las luces de la ciudad se ríen del tenue brillo del firmamento, se creen omnipotentes y lo ocultan a los ojos de los insomnes como yo; ignoran que es como pretender eclipsar al sol con un dedo.

Pero quiero el cielo de una noche estrellada en Santiago. Allá no cuesta ni un poco ver el silencioso espectáculo del cosmos. Difícil es apreciar el telón oscuro que el cielo les ofrece de fondo. Y cuando aparece la luna y recorta además un paisaje de monte –la figura espinosa de los quebrachos– pierde uno la esperanza de encontrar otra noche como esa y se entrega a la triste rutina de extrañarla para siempre.

lunes, 26 de enero de 2009

Alemanía, por Duar

De inmediato percibió el viajero aquel remolino que se había armado en el centro de la ruta. Levantaba polvo añejo de los valles y bailaba al compás del golpeteo de las ramas de los sauces. Al viajero también le dieron ganas de bailar.

Dos lugareños que mataban el tiempo a la sombra de un horcón le advirtieron, jocosamente:

—Guarda Don, que ahí adentro anda el diablo. A veces se hace un tiempito y se escapa de Buenos Aires —y rieron, sin ganas.

El viajero quiso reír, tuvo el reflejo; pero se detuvo. Recordó las caras sucias y los cuerpitos raquíticos de los niños del pueblo viejo; mendigaban ropa, útiles o moneditas a los que transitábamos el camino. Reparó en los ranchos precarios, las vinchucas, el abandono…

Y se alejó, más amargado que asustado, del remolino, del diablo de Buenos Aires, responsable de todos los males de la tierra y de los valles.


Imagen: Cámara de Diputados de Salta, http://www.camdipsalta.gov.ar/INFSALTA/fotos/alemania1.jpg.

viernes, 23 de enero de 2009

Puna catamarqueña, por Duar.

Juntás dos de estas piedras y las golpeás entre si y hacen tin tin, como si fueran metálicas. Cuando se agrupan de a millones a ambos lados de la ruta forman una especie de espejo gigante, capaz de reflejar con precisión la caprichosa figura de los cerros. Sobre ellas no camina nada, más que las pesadas orugas de las topadoras y las empecinadas y maltratadas ruedas de nuestro auto, que ya nunca serán las mismas.

Se diría que en tal lejanía el aire es puro y fresco, por la altura, pero se concluye, por lo antes expuesto, que los metales de las piedras funcionan como captadores de energía y hacen al calor insoportable; el viento es fuerte y seco y re caliente. Se podría agregar, además, acaso temerariamente, que es imposible que al lado de la ruta correteen libres unos ñandúes, que qué van a comer en aquél páramo y que seguramente estamos delirando como cuando veíamos agua a lo lejos, esos espejismos.

Se sorprende uno en los primeros minutos de camino, se asombra aún más por la continuidad del paisaje hasta que, ya harto, cansado y hervido, pide por dios que se termine.
Sólo para bajar a un valle, reencontrarse con el agua y extrañar con desesperación aquél lugar que la más fantástica imaginación no habría podido dibujar jamás y que dejaba correr nuestros pensamientos tan libres, tan peligrosamente libres…

viernes, 2 de enero de 2009

Ignacio Correas, por Duar

A él estaban a punto de caparlo, sin más, mientras nosotros nos tomábamos todo el sol que el nuevo amanecer nos regalaba. De un lado del alambrado, el terror del bicho, acosado por el patrón y los peones a la caza de su virilidad. Del otro, nosotros, sentados en el todavía húmedo suelo de la chacra.
El ternero resistió todo lo que pudo; al final lo enlazaron y lo redujeron mediante una polea improvisada sobre uno de los postes del corral. Así lo fueron llevando hacia las cuerdas hasta dejarlo inmóvil y agitado, justo en frente de nosotros. Con sus últimas fuerzas, asomó la cabeza entre los hilos de alambre, abrió grande el morro y emitió un desesperado quejido, a apenas unos pasos de donde contemplábamos nerviosos, justo a la altura de nuestras cabezas.
Yo, impávido. Ella, morbosa, no pudo contener un comentario:
—Lengua a la vinagreta... —dijo, estirando las e, en clara actitud de entrega.