Cañada Rosquín es uno de esos pueblos que en un principio giraron alrededor del ferrocarril, después alrededor la industria, y que ahora ya casi no giran más, a excepción de los sojistas, que de tanto girar se marean.
Nunca pude sentirme parte del lugar. Las desconfiadas miradas de los locales me aseguraban que podría permanecer allí meses, incluso años, que jamás saldría de mi situación de extraño, hasta de intruso.
Así que decidí recluirme jornadas enteras dentro de los confines del Hotel de la Cañada, manejado por Neder y Héctor, alguna vez forasteros como yo, pero que asombrosamente habían logrado -quizá sin proponérselo- incorporarse al paisaje rosquinense sin desentonar.
Comencé siendo una simpática visita, pero al poco tiempo me convertí en un estorbo difícil de despertar y que pedía sandwiches de salame y queso a cualquier hora. Sospecho que si no me echaron fue gracias a mi generosa promesa de todos los días: “mañana limpio la pileta”.
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1 comentario:
“Las desconfiadas miradas de los locales me aseguraban que podría permanecer allí meses, incluso años, que jamás saldría de mi situación de extraño”
Buenísimo el resumen, eso mantienen todos los lugares rurales o pueblitos de la argentina.
Es impresionante caer a un lugar y notar que hasta el menos detallista se da cuenta que uno no es de ahí… pero así como suelen hacer notar su postura sobre “el nuevo”, también suelen ser amables cuando se necesita algo, y siempre suelen responder con una sonrisa, cosa que no se ven en grandes ciudades.
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