viernes, 2 de enero de 2009

Ignacio Correas, por Duar

A él estaban a punto de caparlo, sin más, mientras nosotros nos tomábamos todo el sol que el nuevo amanecer nos regalaba. De un lado del alambrado, el terror del bicho, acosado por el patrón y los peones a la caza de su virilidad. Del otro, nosotros, sentados en el todavía húmedo suelo de la chacra.
El ternero resistió todo lo que pudo; al final lo enlazaron y lo redujeron mediante una polea improvisada sobre uno de los postes del corral. Así lo fueron llevando hacia las cuerdas hasta dejarlo inmóvil y agitado, justo en frente de nosotros. Con sus últimas fuerzas, asomó la cabeza entre los hilos de alambre, abrió grande el morro y emitió un desesperado quejido, a apenas unos pasos de donde contemplábamos nerviosos, justo a la altura de nuestras cabezas.
Yo, impávido. Ella, morbosa, no pudo contener un comentario:
—Lengua a la vinagreta... —dijo, estirando las e, en clara actitud de entrega.

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