
El ternero resistió todo lo que pudo; al final lo enlazaron y lo redujeron mediante una polea improvisada sobre uno de los postes del corral. Así lo fueron llevando hacia las cuerdas hasta dejarlo inmóvil y agitado, justo en frente de nosotros. Con sus últimas fuerzas, asomó la cabeza entre los hilos de alambre, abrió grande el morro y emitió un desesperado quejido, a apenas unos pasos de donde contemplábamos nerviosos, justo a la altura de nuestras cabezas.
Yo, impávido. Ella, morbosa, no pudo contener un comentario:
—Lengua a la vinagreta... —dijo, estirando las e, en clara actitud de entrega.
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