viernes, 23 de enero de 2009

Puna catamarqueña, por Duar.

Juntás dos de estas piedras y las golpeás entre si y hacen tin tin, como si fueran metálicas. Cuando se agrupan de a millones a ambos lados de la ruta forman una especie de espejo gigante, capaz de reflejar con precisión la caprichosa figura de los cerros. Sobre ellas no camina nada, más que las pesadas orugas de las topadoras y las empecinadas y maltratadas ruedas de nuestro auto, que ya nunca serán las mismas.

Se diría que en tal lejanía el aire es puro y fresco, por la altura, pero se concluye, por lo antes expuesto, que los metales de las piedras funcionan como captadores de energía y hacen al calor insoportable; el viento es fuerte y seco y re caliente. Se podría agregar, además, acaso temerariamente, que es imposible que al lado de la ruta correteen libres unos ñandúes, que qué van a comer en aquél páramo y que seguramente estamos delirando como cuando veíamos agua a lo lejos, esos espejismos.

Se sorprende uno en los primeros minutos de camino, se asombra aún más por la continuidad del paisaje hasta que, ya harto, cansado y hervido, pide por dios que se termine.
Sólo para bajar a un valle, reencontrarse con el agua y extrañar con desesperación aquél lugar que la más fantástica imaginación no habría podido dibujar jamás y que dejaba correr nuestros pensamientos tan libres, tan peligrosamente libres…

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