jueves, 5 de febrero de 2009
Dainzú, por José Elías Bautista Rosete
Ligera, como la fruta ausente en sus colinas, la ciudad se oculta vanamente. Nada penetra más que la mirada de los hombres modernos, ellos nombraron diferente al territorio: Dainzú. Una visión fantasma impulsa el grito del ancestro, que invita, furibundo, a retirarse, ya han saqueado demasiado sus dominios. Llorará mientras camina en el silencio de sus pasos, penando inútilmente por el valle, al reparar en que su fuerza ya se ha ido.
El pasado se manifiesta todavía, a manera de bálsamo sanguíneo, que se mezcla con la humedad de las piedras. Sólo las constelaciones saben su nombre verdadero, secreto guardado en las vasijas sumergidas en la arena.
Caminar a tientas, no de noche sino en vacío. Recuerdo a los amigos durante el trayecto. Las estaciones y los años no menguaron estos rumbos. Es seductora la corriente que conserva limpio aquel paisaje.
Numerosas espinas se revelan cautivas en la tela: mis pantalones están heridos de una dúctil concurrencia. La vereda intenta dejarme alguna huella, negándose a quedar en el olvido. Indago la textura de los pastos, peregrino soy en estos vericuetos del estadio. Aún se conservan los sonidos de un conjunto de caderas, que se rompen al herirse, voluntarias, por la fuerza de una bala monolítica: el juego de la muerte, el juego de pelota.
Es un espectáculo que crece en la memoria, como la postal que se olvida en la guantera.
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