lunes, 2 de marzo de 2009

San Antonio de los Cobres, por Duar

Como si fuera parte de un odioso y desesperado rito que busca conjurar el tedio de las siestas, los chicos de San Antonio tienen por costumbre abordar a cuanto turista ven bajar del auto, atolondrado por los efectos de la Puna, en la estación de servicio o la hostería del pueblo.
El viajero conoce de memoria este ritual, y se entrega a él encantado.
—Galletitas —pide ella y pone su mejor cara de angelito: los ojitos achinados y sonrisa de dientes blanquísimos, ancha debajo de los pómulos.
—Recién le regalé un paquete a tu hermano, ¿no te convidó?, ¿dónde está? Traelo que lo hacemos cagar.
—No me ha dado, es malito —y otra vez pone esa carita de ji-ji-ji, esa risa deliciosa que suena como un cascabel.
¿Y qué otra cosa puede hacer uno –se pregunta el viajero–, más que darle las galletas, la coca y algunos caramelos? Únicamente pedirle que no sea mala, que le convide a su hermano o la va a tener que levantar por los talones y ponerla boca abajo hasta que devuelva todo lo entregado.

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