Yo la esperaba media hora antes y por la dirección contraria. La imaginaba más serena y menos mágica. Llegó en bici y empezó a robarme con tres o cuatro frases entre matadoras y malsanas: -¿con vos me tenía que encontrar?– de que te la das pendeja; -odio a la gente que no viste en composé– y qué carajo significará composé; y la lista de regalos de sus tías y abuelas para la navidad que se venía, en dos o tres días nomás: unas bombachas y unos jabones, y qué le vas a hacer, ya fue, no porque sean grandes sino porque siempre fueron y serán canutas.
Por suerte yo estaba todo de celeste y la tardecita de verano me había caído de mil maravillas, así que me tomé esa serie de espontáneas confesiones lo más mansamente posible.
Ella se cuenta el cuento de que es tremendamente irresistible o increíblemente perseverante y que lo primero que pensó fue en presentarme a una amiga; se ríe de si misma y de todo lo que pasó esa tarde y todas las que le siguieron. Yo no le discuto demasiado esas explicaciones, por más inverosímiles que suenen.
Pero tengo mi versión:
Cuando ella se acercó a la Placita y se bajó de la bici, las flores del paraíso, desparramadas en el suelo, me contaron una historia.
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