martes, 16 de septiembre de 2008

Merlo, por Duar

Durante muchos años la seguiremos llamando “La cerveza perfecta”.

El sol se iba con el día, para el oeste del valle de Conlara. Bajábamos por la empinada Avenida del Sol en bicicletas de alquiler que venían sin freno, sin cambios y sin horquilla. Para festejar el suceso de la no-muerte y el milagro del no-accidente, paramos en un bar que prometía un atardecer de antología. Más que un bar, parecía un concesionario de autos: una construcción moderna, de paredes de vidrio y columnas de acero que se elevaban varios metros por encima de nuestras cabezas; una bajada en escaleras hasta la calle y en cada descanso lo esencial: mesita, sillita y sombrillita de Quilmes. Nos dejamos vencer por la tentación y abandonamos la insana idea de bajar unos kilitos por una mucho más atractiva: aumentarlos.

Así fue como nos pusimos en manos del mozo-mago-dios que destapó el elixir con un movimiento de samurai y lo vertió en sendos vasos de tragos largos, escarchados e impolutos, sin derramar una gota, en las proporciones indicadas de espuma y líquido que lo hacían irresistible a la vista.

Coronó su actuación con un acto de vanidad: dos centímetros y medio de burbujeo para mí y unos palitos salados que eran una delicia.

La cerveza perfecta, y nada más que agregar.

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