Juan, el Negro, viajó todo el camino hacia la Quebrada doblado y acurrucado en el fondo del asiento del viejo renault 12. Descompuesto del todo, un poco por el desayuno a las apuradas –un vaso de leche fría y dos galletitas dulces- y otro tanto por la altura y la sinuosidad de la ruta 9, que se abre paso por la yunga salto-jujeña, entre la densísima vegetación que todo lo cubre, las curvas imposibles del camino y los metros que asciende raudamente, casi sin darle tiempo a uno –y mucho menos al pobre Negro– de aclimatarse. Aquí el inventario de los síntomas: primero se le taparon los oídos y le bajó la presión, y más tarde su estómago decidió, unilateralmente, que todo lo que había bajado subiera.
Así llegó a San Salvador de Jujuy, donde la parada de reaprovisionamiento le permitió aclimatarse un poco y echar algo al gañete, y así emprendió el camino a Purmamarca del todo recompuesto. A partir de entonces, su estado de ánimo le permitió disfrutar de los paisajes de mil colores y el milagroso tránsito de la vegetación extrema –plantas que crecen sobre otras plantas– a la aridez de la prepuna.
Cuando llegamos al mirador de los siete colores, bajó entusiasmadísimo a sacar una foto al famoso cerro. Ahí se topó con la vieja de la caja que, entre copla y copla, le exigió unas monedas en concepto de redistribución forzosa de la riqueza:
—Dale porteñito —le dijo, insistente, mientras se colaba en todas las fotos —a vos las monedas te sobran y podrías dejarme un poquito a mí.
viernes, 26 de septiembre de 2008
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