miércoles, 6 de agosto de 2008

Chascomús II, por Duar


Ángel se calzó su chaleco térmico y apretó fuerte los cordones de sus abrigados zapatos de cuero. Alisó su pelo, se colgó los anteojos y revisó los implementos para la faena: las lombrices, cuidadosamente seleccionadas entre las que abundan en los canteros del patio; caña y riel, facilitados por el vendedor que se acercó con su accesible plan de pagos; anzuelo, cuchillo, teléfono y demás enseres.

Chocho el hombre con la visita de su hija y su yerno desde La Plata. Todo presto para divertirse de lo lindo viéndolo al susodicho lanzando la línea a las tranquilas aguas de la laguna.

Ni bien salieron de la casa se enfrentaron con el rigor del viento y la llovizna pero, tenaces, bien dispuestos, enfilaron hacia el muelle. Ahí, padre e hija explicaron el procedimiento al neófito acompañante; acto seguido le endilgaron la responsabilidad y se frotaron las manos ante el inminente fracaso, con papelón incluido, del yerno.

Las cosas se dieron más o menos como preveían: el susodicho no terminó lastimado gracias a la providencia, pero sus toscos movimientos e inseguridad los habían muñido de una buena cantidad de anécdotas para la vuelta. Ahora, de pescados, ni noticias.

Ángel, el suegro, no se mostraba sorprendido: tiempo después confesó que fue suyo el silencioso y providencial silbido, que ordena a los peces aparecer o esconderse, según amerite la ocasión.

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