Visitar Bariloche, sobre todo cuando uno transita la niñez, es descubrir un universo mágico. El lugar parece sacado de un cuento: las casitas alpinas, la nieve cubriéndolo todo, algún San Bernardo ornamental con un barrilito colgando del cogote y la esperanza, viva hasta el último minuto de estadía, de ver a la versión argentina del monstruo del Lago Ness emerger furioso de las aguas del Nahuel Huapi.
La ciudad, porción de una Patagonia turística levantada sobre pueblos aplastados por la Campaña del Desierto, se vende al viajero como un reino encantador, y esconde la historia bajo la alfombra de las periferias.
Mis viejos necesitaban un descanso del mundo real y nos llevaron para allá. Pero en algún momento entre excursiones, esquí y chocolates, el mundo real golpeó desde la radio del auto: la Asociación Mutual Israelita Argentina, en Buenos Aires, sufría un atentado devastador.
Consternados, casi a las corridas, nos metimos en un bar con tele para enterarnos mejor del asunto. Pero el aparato estaba ocupado por un resumen del recién finalizado Mundial de Estados Unidos, que no pudimos dejar de disfrutar.
viernes, 15 de agosto de 2008
San Carlos de Bariloche, por Juanito
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