Uno, dos, tres, cuatro…
Almita’i Pollo, menudito, escuálido, morocho y pícaro, se esconde tras los ligustros del viejo Sosa, justo debajo de un pino. Mientras todos procuran escondites rebuscados para perdurar en el juego, Almita elige uno a tiro de donde cuento yo…
Veintisiete –tomo aire–, veintiocho, veintinueve –al treinta casi que lo cuento mientras respiro por la boca, agitado.
El plan, en sí, no es malo. Sabe que voy a salir a buscar a los chicos que rajaron calle abajo; me vio que los espiaba y que no lo vi a él.
Cuarenta y uno, cuarenta y dos –estoy pensando que May se debe haber escondido atrás de los cajones de la verdulería, y la boba de Tania no puede andar muy lejos, si son casi siamesas–, cuarenta y tres…
Almita’i Pollo escucha un chillido que viene de arriba del árbol, justo cuando yo termino de contar. Me doy vuelta y al primero que veo es a él, que viene lívido, con la mirada perdida, como un zombi. Lo pico, cagaste Almita; no parece importarle. Me esquiva a paso cortito, arrastra los pies, y entra su casa sin decir palabra. De la sorpresa, no atino a preguntarle qué le pasa. Los demás también lo ven y salen uno a uno de sus escondites. Quique se va detrás de él y le pregunta qué le pasó, y algo le responde, no se qué, es secreto. Nos vamos todos a dormir, asustados.
Al otro día, el colchón de Almita se orea en el jardincito del frente de su casa. Se meó como un bebé, porque dice que lo chistó una lechuza y que se va a morir, porque así es nomás, cuando un bicho de esos te llama de noche.
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