Cuando la gente anda por los valles tiene la mala costumbre de querer llevarse algo. Algo, alguito, una piedrita o un cáctus, o puntas de flecha, o un pedazo de alfarería, una vasija rota de las que se ven a simple vista desparramadas por el suelo. Al viajero le pasaba lo mismo, desde que era chiquito, viajerito. Le encontró la vuelta de grande: cierta vez, a pocas horas de abandonar Cachi, entrado en un estado de desesperanza y desesperación, decidió que se iba a llevar algunas historias. Así que se cruzó toda la plaza, pasó por delante de los puestos de artesanías, la oficina de turismo, y rumbeó a la Iglesia y al Museo, grabador en mano.
Como todavía no era intrépido –estaba a medio cocinar–, necesitó de un impulso final para animarse a tocar la puerta del Padre Alfredo y preguntarle quién sabe qué cosas. Se lo dio ella, que siempre está a su lado –a veces uno o dos pasos adelante–, y juntos completaron la transformación.
Así nació el intrépido y, junto a él, su aversión por las historias perdidas, que gusta de rescatar del olvido con lo que tenga más a mano: anotador, grabador, ojos, oídos…
martes, 7 de octubre de 2008
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