
Cuando bajo, juego a perderme entre los próceres y los garcas que dan nombre a las calles del centro, y a encontrarme con una mirada gracias a las luces del cerro San Bernardo. Me gusta caminar entre los arcos de la calle Caseros, donde germinan a la sombra los despojos humanos que van dejando los Cornejo, Saravia, Romero y Ulloa, en sus eternas alternancias al mando del feudo.
De 2001 a esta parte los inviernos traen a Salta hojas secas y euros frescos, y se puso de moda ocultar cualquier síntoma de revuelta social: los turistas podrían jurar que de noche suenan tiros y corridas en la Plaza 9 de Julio, que amanece limpia cuando había anochecido abarrotada de gente, bombos y pancartas.
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