jueves, 19 de junio de 2008

Salta, por Duar

Cuando el modesto cartel emplazado al costado de la ruta advierte “SALTA”, uno tiende a desestimar los indicios y seguir despreocupado su camino, cuesta arriba, hacia el portezuelo. Cuando la ciudad estalla con sus trazados luminosos y la sombra de los cerros proyectándose hacia su interior, el viajero entiende todo: Salta es la linda, la más linda, y el oxidado cartel a la vera del camino contiene una advertencia para desoír, para poder ignorarla y que la ciudad nos sorprenda con su grito orgulloso de existencia. Estoy acostumbrado a intercambiar miradas cómplices con el viejo cartel y dejarme sorprender por Salta.

Cuando bajo, juego a perderme entre los próceres y los garcas que dan nombre a las calles del centro, y a encontrarme con una mirada gracias a las luces del cerro San Bernardo. Me gusta caminar entre los arcos de la calle Caseros, donde germinan a la sombra los despojos humanos que van dejando los Cornejo, Saravia, Romero y Ulloa, en sus eternas alternancias al mando del feudo.

De 2001 a esta parte los inviernos traen a Salta hojas secas y euros frescos, y se puso de moda ocultar cualquier síntoma de revuelta social: los turistas podrían jurar que de noche suenan tiros y corridas en la Plaza 9 de Julio, que amanece limpia cuando había anochecido abarrotada de gente, bombos y pancartas.

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