Por Alta Gracia anduve en 2005. Fue cosa de horas, menos que un fin de semana, con la excusa de unas visitas y otros trámites que la tía abuela de Ju tenía que hacer por allá. Fueron 16 horas de viaje y cerca de 32 de estadía.
Cuando se me pasó esa emoción de bobo que me da cuando el camino sube y baja un poquito, reparé en lo que Alta Gracia me ofrecía: las montañas que asoman a su espalda y una incógnita: esa torre que, solita, da la hora desde la orilla de Tajamar. Desde la plaza, el sol juega a desparramar colores mientras se esconde detrás de la arquitectura magnífica que los Jesuitas le regalaron a la ciudad para que se escape a otro tiempo cada vez que se aburre del ruido del centro altagracense. Los Jesuitas dejaron además un dique en pleno centro y un obraje, antecedente histórico de los talleres textiles que hoy en día explotan bolivianos en el Once.
Alta Gracia dejó para mí apenas una noche; un paseo y el juego favorito de los enamorados: un ratito abrazado a su cintura en el banco de una plaza, a la luz de un farol que nos espantaba el ganado miedo a la oscuridad.
lunes, 26 de mayo de 2008
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