viernes, 14 de enero de 2011

Tres de Febrero

Voy a dar cauce a una verdad que he callado, a una parte de mi relato, esencial, que me guardé a favor de la supervivencia. Lo hago ahora, que es inútil. Lo cuento desde el más completo anonimato. Éramos cinco que viajábamos a ese lugar de la ciudad que sólo viene a la memoria para aterrorizar. Al olvido, viajábamos, pero no a narrar el terror que los que allí sufren, porque en el olvido vive gente. Subimos los cinco en un transporte y nos custodiaron durante el trayecto no menos de diez. Avanzaron al frente y cubrieron nuestra retaguardia como si entráramos a la guerra. Nos recibió, llaves en mano, el embajador: la camisa empapada en sudor, el peinado descuidadamente casual, la sonrisa blanca como allí no se consigue. Caminó pretendiendo conocer las huellas, saludó a la gente que él mismo había apostado en las escaleras, mostró los murales de la esperanza que eran pura ilusión, mintió, mintió hasta que nada quedó. Pero desde lo alto de una torre, tronó la verdad: Vengan a ver cómo vivimos, cantó, rompan el cerco y la fachada y no teman, invitó. La verdad vestía harapos y a la verdad le faltaban muchos dientes. Los cinco encontramos nuestras miradas y resolvimos no aceptar el convite. Pasamos. Nosotros, los que debemos ver para contar, no nos acercamos. Y en lugar de correr un velo, dejamos que se revelase una verdad acerca de nosotros.

1 comentario:

Germán dijo...

¡Qué bueno que describas el velo! Me motiva tu confesión. Es tranquilizador saber que quien escribe es un ser humano.
Me gustó mucho la nota, su brevedad cuantitativa y su extensión cualitativa. ¡Saludos!